Democracia es derecho a decidir

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Está teniendo gran repercusión en los debates políticos que acaecen en las redes sociales un artículo de opinión de Javier Cercás, en El País, titulado “Democracia y derecho a decidir”. Ya desde el título, el autor está demarcando una frontera discursiva entre los dos conceptos, avanzando la que será su tesis, perfectamente resumida en el último párrafo, donde sentencia:

…se puede ser demócrata y estar a favor de la independencia, pero no se puede ser demócrata y estar a favor del derecho a decidir, porque el derecho a decidir no es más que una argucia conceptual, un engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a la mayoría.”

Para que uno no se lleve las manos a la cabeza al terminar de leer esa última frase, Cercás desarrolla una serie de argumentos. Primero centra su ataque contra lo que él llama un “derecho fantasmal”, el derecho a decidir, pero lo hace reduciendo sucintamente ese derecho al terreno de la autodeterminación nacional, en concreto, a la catalana.

Habría que explicarle al señor Cercás que el derecho a decidir es más amplio que el mero hecho de votar sobre unidad o independencia. Supone la capacidad de los ciudadanos para “participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes”. Algo tan importante que corresponde a los Poderes Públicos “remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”. Y si el señor Cercás insiste en que “no ha sido argumentado (…) por ningún teórico, ni reconocido en ningún ordenamiento jurídico”, baste decirle que yo acabo de citar, entrecomillados, fragmentos de los artículos 23 y 9 de la Constitución.

 Pretende, en definitiva, deslindar la capacidad de decidir de los atributos reconocidos y reconocibles en un Estado democrático. Para ello enumera una serie de conductas reguladas por ley, intentando hacer ver que no tenemos, como ciudadanos, la potestad de no cumplirlas, de decidir un comportamiento diferente.

Yo no tengo derecho a decidir si me paro ante un semáforo en rojo o no: tengo que pararme. Yo no tengo derecho a decidir si pago impuestos o no: tengo que pagarlos.”

Este intento de analogía es directamente una barbaridad, ya que establece en un mismo plano conductas y preceptos legales de naturaleza y categorías completamente diferentes. Si nos paramos ante un semáforo en rojo o pagamos impuestos es porque existen unas normas que así lo prescriben, pero esas normas, como todas, son susceptibles de ser modificadas si existe una voluntad popular que así lo disponga. Ahí es donde se enfoca la capacidad o derecho a decidir, en la proposición, elaboración y adopción mayoritaria de unas normas de convivencia. Hacer una reducción al absurdo, como la anterior, no es más que una argucia retórica que raya la demagogia.

Pero Cercás se ratifica en su postura al afirmar que “la democracia consiste en decidir dentro de la ley”, como si ésta fuera una institución ya dada e incuestionable. Ese razonamiento deslinda la potestad legislativa, el acto mismo de legislar, de la voluntad individual y agregada de la población (que sólo puede decidir dentro de lo aprobado por la ley, sin cuestionarla). No en vano, al referirse a las posibilidades de decisión, las reduce conscientemente al derecho del sufragio, a decidir (más bien elegir) en “las elecciones municipales, autonómicos o estatales”.

El problema de esta concepción de la democracia es que reserva las decisiones importantes a los cargos electos, olvidando, o no dándole importancia, a la posibilidad (que en nuestros días es un hecho) de que estos se desliguen de la voluntad política de aquéllos que los eligen. Como consecuencia, tenemos un sistema de partidos en el que el programa electoral no pasa de ser un catálogo de buenas intenciones (o de intenciones comerciales) que ningún partido está obligado a cumplir. Algo que, como le sucede a Cercás, parece que está perfectamente interiorizado y normalizado.

Nos encontramos, la gente, la ciudadanía, la población, en un marco jurídico que está muy lejos de nuestras manos, que no podemos decidir más que mediante la intermediación de grandes núcleos de poder e intereses y de donde no nos debemos salir a la hora de proponer iniciativas políticas. Debemos pensar y actuar conforme a esa ley que nos cae del cielo y el mero hecho de proponer una revisión de la misma y de permitir la participación ciudadana en las decisiones es, en palabras de Cercás, “un engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a la mayoría”.

En definitiva, la visión del articulista peca de rigorismo legalista, pretendiendo una aplicación y acatamiento tautológicos del Derecho, es decir, aceptarlo y cumplirlo porque es ley, sin entrar a valorar cómo se ha elaborado, cuándo, por quién, en representación de quién y por qué. Quizás él no lo sepa, pero la interpretación de las normas es un tema harto complejo, para el que el artículo 3 del Código Civil enumera unos criterios que pretenden, precisamente, que no se hagan juicios de valor tan simplones como el de este artículo.